sábado, 28 de julio de 2012

Capítulo 26: Alberto Iglesias y Pedro Almodóvar (1995-2013)



  • Alberto Iglesias: 1955 (San Sebastián).
  • Pedro Almodóvar: 24 de septiembre de 1949 (Calzada de Calatrava, Ciudad Real).
Orquestador habitual: Alberto Iglesias.
   "Alberto Iglesias es el único artista maravilloso que conozco sin problemas de ego". Estas palabras de Pedro Almodóvar, extraídas del disco de La mala educación son, en realidad, un perfecto exponente de la oposición de dos autores obsesionados con la búsqueda de la renovación artística. Pero más allá de disquisiciones personales, ambos constituyen la esencia del cine español contemporáneo gracias a su incuestionable valía como cineastas y, sobre todo, a su innegable reconocimiento internacional.
   Alberto Iglesias es autor de más de 40 títulos entre cortometrajes y largometrajes. Nominado al Oscar y al Bafta en tres ocasiones (El jardinero fiel, Cometas en el cielo y El topo), y ganador de la apabullante cifra de diez premios Goya (La ardilla roja, Tierra, Los amantes del Círculo Polar, Todo sobre mi madre, Lucía y el sexo, Hable con ella, Volver, Los abrazos rotos, También la lluvia y La piel que habito), el artista donostiarra cuenta con una formación que incluye estudios de piano, composición, contrapunto y música electrónica. Aparte de sus partituras para el séptimo arte, es conocido a su vez como autor de piezas de ballet, destacando las creadas para la Compañía Nacional de Danza (Cautiva, Self). De estilo marcadamente académico, sus influencias son amplias, en especial las obras de, entre otros, Alex North, Bernard Herrmann, Claude Debussy, Éric Satie, Dmitri Shostakovich y Olivier Messiaen. Así, sus composiciones caminan casi siempre entre senderos que van desde un sutil atonalismo a un clasicismo melódico muy próximo al neoclasicismo, siempre partiendo de la premisa de que lo primordial es la búsqueda de nuevas experiencias en el arte. Sus primeros scores, de apariencia muy sencilla y de gran fuerza expresiva, son el perfecto arquetipo al que Iglesias rinde una especie de tributo y que servirá de cimiento a la práctica totalidad de su obra posterior. Bandas sonoras como Luces de bohemia o La ardilla roja son testigos de ello. 
   Pedro Almodóvar, por su parte, es también un icono de nuestro cine. Nacido en el seno de una humilde familia ciudadrealeña, no será hasta que cumpla los 28 años que su mundo dé un giro definitivo gracias a su llegada a Madrid, donde entrará en contacto con la celebérrima 'movida madrileña', siendo miembro del grupo teatral Los Goliardos, en el que conocerá a los actores Carmen Maura y Félix Rotaeta, además del grupo punk-glam rock Almodóvar y McNamara (imagen), que alcanzó cierta notoriedad a principios de los años 80. Su bautizo cinematográfico en forma de largo lo constituirá el irreverente filme rodado en súper 8 Folle...folle...fólleme, Tim! (1978), al que seguirá dos años después el no menos descarado Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, producido en gran parte gracias a aportaciones de sus amigos. Sin embargo, el reconocimiento crítico y popular le llegará con su película ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), a la que seguirán Matador (1986) y La ley del deseo (1987), siendo esta última la primera producción de El Deseo, que acabará convirtiéndose con el paso de los años en la productora nacional de mayor reputación en España. Desde el punto de vista musical, Almodóvar siempre ha mostrado un gran interés por la inclusión en sus filmes de canciones tradicionales de la cultura anglosajona y muy especialmente de la hispanoamericana, aunque también sobresale su colaboración con Bernardo Bonezzi (en la imagen, a la derecha), compositor con el que trabajará en cuatro películas que van desde 1982 hasta 1988: Laberinto de pasiones (compuesta cuando tan sólo tenía 18 años), ¿Qué he hecho yo para merecer esto!, Matador y Mujeres al borde de un ataque de nervios. Pero el matrimonio acabó en ruptura debido a las típicas y tópicas diferencias irreconciliables. En palabras del propio Bonezzi, "No fue una relación fácil. Justo al revés. De hecho, tras estas películas decidí dar por terminada nuestra colaboración. La diferencia de criterios era muy grande; en aquel momento me era muy difícil trabajar en contra de lo que sentía. Ahora soy más flexible". Tras el músico madrileño, y ya encumbrado por un sinfín de premios internacionales (en especial la nominación al Oscar por Mujeres al borde de un ataque de nervios), Almodóvar vio abiertas todas las puertas que conducen al éxito, lo cual le permitió en sus siguientes proyectos contar con compositores de indudable prestigio como Ennio Morricone en 1990 (Átame!, cuya música fue maltratada en la sala de montaje pues no era del agrado del director manchego) y Ryuichi Sakamoto en 1991 (Tacones lejanos, de nuevo injuriada en la edición en beneficio de las inevitables canciones populares tan del gusto de Almodóvar). Quizás por los temores surgidos en la comunidad de compositores cinematográficos tras las negativas experiencias de Morricone y Sakamoto, quizás por un sutil tono ególatra del director por imponer sus criterios musicales en forma de selección más o menos lúcida de canciones ligeras, oportunamente acompañadas de temas incidentales clásicos, la siguiente aventura para la gran pantalla, Kika (1993), no contó con música original. El relativo fracaso crítico de la cinta suscitó en Almodóvar la duda, y para su posterior trabajo, La flor de mi secreto (1995), no dudó en volver a contratar a un autor celtíbero, en este caso el músico vasco Alberto Iglesias. La historia de la escritora de novela rosa, Leo Macías (interpretada por una sublime Marisa Paredes), perdida en un cruce de caminos emocional en el que se mezclan el desamor y el compromiso profesional, es descrita musicalmente mediante la perfecta combinación del score original de Iglesias, que toma la forma de pequeñas piezas para orquesta de cámara, y las canciones de Bola de nieve, Caetano Veloso, Miles Davis y Chavela Vargas. Así, el fuego y la pasión de la música americana de los dos hemisferios se conjuntan armónicamente con una partitura que, aunque juegue con el calor, por ejemplo, del tango, prefiere servir de eficaz acompañante  afectivo mediante oportunos y fugaces brillos incidentales que nunca se sitúan por encima de la historia y que se amoldan, en el fondo, a las preferencias de un realizador que, a partir de ahora, huirá de los caprichos gracias a las excelencias de un músico sin ego.
   El amor de Almodóvar por el cine negro tiene un buen exponente en Carne trémula (1997), erótico melodrama de género que cuenta con un carismático reparto, como, por otra parte, será la tónica de su filmografía, encabezado por unos emergentes Javier Bardem y Penélope Cruz, además de Francesca Neri, Liberto Rabal, José Sancho, Pilar Bardem y Ángela Molina. Iglesias vuelve a decantarse por la cuerda, dando un especial protagonismo a la guitarra portuguesa y a la mandolina, que aportan el tono afligido que exige la trama. Es un score más elaborado, de tonos que oscilan entre lo amargo y lo dulce, cuya principal virtud es la sencillez de sus tonalidades. Y siguiendo la tradición, Almodóvar introduce un buen número de canciones de sus estilos predilectos, en especial el flamenco, las rancheras y los boleros, que sugieren con su cálida presencia que la vida es puro frenesí emocional.
   Si algo caracteriza la obra de Pedro Almodóvar es su transgresión, pero no desde la vulneración de los cánones estilísticos en los que, en el fondo, se apoya (el cine de autores como Berlanga, Buñuel, Deray, Hitchcock, Rossellini o Fellini, el teatro de Mihura y Arniches, además del cómic underground), sino desde la huida de lo meramente comercial o superficial. Con Todo sobre mi madre (1999) Almodóvar tocó el Olimpo gracias a su Oscar a la mejor película en habla no inglesa, pero también a galardones como su Globo de Oro, a sus 7 Goyas, a su Palma al mejor director en Cannes o su Bafta (dirección y película extranjera), entre otros muchos. La tragedia de Manuela (Cecilia Roth) que ve aterrorizada cómo su hijo adolescente muere al intentar conseguir el autógrafo de su ídolo, la actriz Huma Rojo (Marisa Paredes), es dibujada con trazo fino y tenue por un Almodóvar que se decanta por una mezcla de géneros afines a su idiosincrasia, es decir, el melodrama, el negro y el costumbrista. Para describir este atormentado universo que toma como base los temas de la maternidad, la muerte y la familia, quién mejor que un Alberto Iglesias en estado de gracia componiendo un score de marcados y cálidos tonos jazzísticos. Consciente del amor de su realizador por la obra de Alfred Hitchock y de su compositor de cabecera, el inmortal Bernard Herrmann, Iglesias cede con placer ante la sugerencia de Almodóvar y crea una obra a medio camino entre la perspicacia del compositor neoyorquino y sus debilidades musicales centradas en las melodías populares españolas y americanas. Ambos son conocedores del enorme poder emotivo de dichas melodías, que aportan no sólo sensibilidad sino un acercamiento a la humanidad de los personajes, auténticos pilares de toda buena historia. En palabras de Iglesias, "cada personaje en sus historias es dueño de su destino, aunque éste le juegue malas pasadas y no consiga a veces sus propósitos, pero siempre tiene un dominio en el que se puede mover libremente y es responsable de todas las cosas que hace. La música es también otro actor más, con esas mismas responsabilidades, de expresar plenamente las emociones....".
   Hable con ella (2002) es, posiblemente, el filme que más alegrías ha aportado a Pedro Almodóvar, no sólo porque supuso un más que merecido Oscar al mejor guión original, sino porque se trata de un largometraje de gran madurez creativa que seduce desde sus primeros fotogramas. Cuatro personajes centrales, Benigno, Marco, Alicia y Lydia, cuyas vidas cruzadas acaban desembocando en un desenlace pleno de esperanza, muy a pesar de las diversas tragedias que no podrán sortear. La banda sonora original se sitúa un peldaño por encima de las incursiones diegéticas en forma de las inevitables canciones con aires brasileños (Caetano Veloso, Tom Jobim, Vinicius de Moraes), conformando una obra sugerente y marcadamente dramática, pero sin esconder sus eficaces dosis de vaporoso romanticismo. Iglesias juega con la tradición popular en un paseo lúdico en el que confluyen el flamenco, el fandango, el bolero y hasta los pasodobles, sin olvidar la magia del bolero, todo ello desde una  perspectiva clásica orquestalmente hablando. Destaca el tema que da título al cortometraje El amante menguante (un sincero homenaje por parte de Almodóvar al cine de la época muda), un estudio para cuarteto de cuerda que demuestra la capacidad lúdica de un autor siempre dispuesto a la experimentación, siempre en busca de nuevas experiencias pues cada película "es una nueva vida, una nueva creación".
    Tras la luz que supuso Hable con ella llegaron dos años después las tinieblas de La mala educación (2004), oscuridad dentro de la propia película en relación a su dura temática y fuera de la misma, pues su estreno coincidió con los atentados del 11 de marzo en Madrid (aunque la productora El Deseo se vio obligada a posponerlo). Arriesgada y valiente, La mala educación recrea con solvencia el sombrío mundo de la enseñanza católica en la época franquista, en cierta forma con tintes autobiográficos (Almodóvar estudió de adolescente en Cáceres con los padres franciscanos y salesianos). Pese a sus altibajos y a sus excesos en el retoricismo erótico, el filme sobrevive gracias a un ingenioso guión, a una dirección llena de referencias clásicas pero innovadora en su conjunto y, en especial, a un emotivo score que rinde homenaje a la obra del maestro Bernard Herrmann, y en concreto al estilo intensamente romántico y trágico de Vértigo. De nuevo la cuerda actúa como protagonista de la instrumentación, como perfecto acompañante de las emociones de los atribulados personajes. También sobresalen el tema 'Carta del más allá (Homenaje a Elgar)', que en su título ya indica su admiración por el academicismo del genio británico y, por extensión, de los grandes autores europeos del siglo XX, y las piezas de corte religioso, como su 'Kyrie', que resultan llamativamente irónicas en su ambivalencia.
   El reconocimiento del público y de la crítica retornaron con gran intensidad gracias al carisma de Volver (2006), por la que Almodóvar volvió, nunca mejor dicho, a ser profeta en su tierra gracias a sus 5 premios Goya, entre ellos los de mejor película y mejor director. El director homenajea el mundo de su infancia, esa Mancha de pueblo llena de tradiciones centenarias y cuya principal belleza se encuentra en el candor de sus mujeres. Auténtico tour de force interpretativo para todas sus actrices, de entre las que destacan Penélope Cruz (nominada al Oscar), Carmen Maura, Lola Dueñas y Blanca Portillo, Volver recupera al Almodóvar costumbrista amante de lo popular y el humor de raíces folclóricas. Alberto Iglesias firma su obra maestra, reconocida internacionalmente por sus arreglos para orquesta interpretados en las más prestigiosas salas de concierto. Es una obra que recupera su amor por la música española y sus ricos matices tonales hacen de ella un ejemplo modélico de partitura descriptiva que se rinde ante la fuerza vital de los personajes femeninos. Iglesias va mucho más allá de una creación incidental y compone una partitura de gran melancolía en la que los instrumentos no son meros acompañantes de la acción, sino que actúan en armonía con ella conformando un conjunto de increíble solidez artística. Para el autor, "aunque la película hable de La Mancha, me parece que todo en ella es agua y estremecimiento", sacudida que hace latir con fuerza nuestros corazones.
   Los abrazos rotos (2009) reúne de nuevo al dúo Cruz y Almodóvar en un filme que parece el compendio de toda la filmografía del realizador manchego de los últimos diez años. La historia del escritor Mateo Blanco (Lluís Homar), ciego debido a un infeliz accidente de coche en compañía del amor de su vida, Lena (Penélope Cruz), parece la descripción del álter ego del propio Almodóvar, empecinado en narrar un universo de claroscuros en el que la luminosidad del amor no consigue dejar traslucir la esperanza. El score, reiterativo aunque sólido, insiste en su mecánica descriptiva apoyada en la fuerza de una orquesta de cámara sinuosa y sagaz. No destaca por su capacidad de sorpresa pero sí por su coherencia temática.
   La penúltima colaboración entre Pedro Almodóvar y Alberto Iglesias es la polémica y libre adaptación de la novela Tarántula, del escritor francés Thierry Jonquet, titulada La piel que habito (2011). Antonio Banderas interpreta a un impasible y enigmático doctor Robert Ledgard, cirujano plástico que experimenta en busca de una nueva piel que revolucione la medicina, encontrando una involuntaria cobaya humana en la persona de un joven que supuestamente ha maltratado a su hija. La música de Iglesias se rinde definitivamente a las excelencias del estilo hermaniano, pero siempre desde un respeto que se traduce en una pieza sinfónica de firmes y poderosas raíces. Los temas dejan de ser excesivamente breves y el músico donostiarra parece poder disfrutar, por fin, de la posibilidad de crear cortes extensos, casi en algún caso (como el tema 'Duelo final') en forma de suite. De esta manera, la composición describe con mayor libertad el devenir infausto de unos protagonistas expuestos no sólo a la tragedia sino al mismísimo horror. Obra pues oscura y lóbrega, pero que no huye de los destellos de vitalidad tímbrica.
   El último escalón hasta el momento lo constituye Los amantes pasajeros (2013), retorno de Almodóvar a sus orígenes como cineasta más proclive a mostrar su lado burlesco, en este caso centrado en un accidentado vuelo hacia Ciudad de Méjico en el que viajan una serie de estrafalarios pasajeros, por lo demás típicos en su filmografía, que, ante la dramática situación en la que se ven inmersos, destapan todo lo más íntimo de sus atribuladas vidas, excusa perfecta para lucir el lado más sarcástico y surrealista de Almodóvar. Por su parte, Alberto Iglesias se decanta por un score en el que deambulan sin rubor Bernard Herrmann y Henry Mancini, pero eso sí, con su propio e inconfundible sello en el que prima la conjunción entre ligereza y profundidad tonal. No se trata, sin embargo, de una banda sonora que destaque en su obra, pues el músico donostiarra parece no sentirse muy cómodo ante el tono cáustico del guión y acaba por dibujar una partitura poco luminosa en su conjunto.


   Artículo dedicado a Daniel García Franciso, gran amigo y mejor amante...del buen cine, se entiende.

jueves, 19 de julio de 2012

Capítulo 25: Richard Robbins y James Ivory (1979-2005)



  • Richard Robbins: 4 de diciembre de 1940 (South Weymouth, Estados Unidos) - 7 de noviembre de 2012 (Rhinebeck, Nueva York).
  • James Ivory: 7 de junio de 1928 (Berkeley, California).
Orquestador habitual: Richard Robbins.

   Richard Robbins y James Ivory son, posiblemente, los dos cineastas estadounidenses más apegados a dos culturas tan aparentemente distantes de la norteamericana como la europea y la hindú. Forman, sin ningún género de dudas, una de las parejas más estables de la reciente historia del cine, desde que su fructífera relación se iniciara en 1979 con Los europeos. Desde entonces, han colaborado en todas y cada una de las películas realizadas por Ivory, con las excepciones de un documental, el largometraje de 2009 The city of your final destination (con música de Jorge Drexler) y dos telefilmes de 1979; 18 producciones en total. 
   Richard Robbins es un compositor que, como tantos otros grandes artistas, se inició desde muy joven en el mundo de la música. Ya a la edad de 5 años era considerado un niño prodigio, culminando sus estudios en el Conservatorio de Nueva Inglaterra y perfeccionándolos en Viena, ciudad que le brindará la oportunidad de entrar en contacto directo con los grandes clásicos europeos, en especial Claude Debussy, Maurice Ravel y Franz Schubert, de innegable influencia en su posterior estilo. Su llegada al mundo del cine será tardía, en concreto a la edad de 39 años con Los europeos, de la mano de James Ivory y del prestigioso productor hindú Ismail Merchant (con el que asimismo colaboraría en tres películas realizadas por él: La propietaria, Cotton Mary y The Mystic Masseur). Ambos cineastas comenzaron su enriquecedora relación a raíz de un cortometraje dirigido por Ivory en 1959, The sword and the flute, que impresionó a Merchant y que fue el detonante para crear una productora independiente: Merchant/Ivory Productions. Una sociedad artística (a la que se unirá la guionista Ruth Prawer Jhabvala) que ha producido cerca de 20 títulos, la mayor parte de incontestable reconocimiento crítico y popular. Retomando Los europeos (The europeans, 1979), se trata de la primera adaptación que el singular cuarteto de artistas realizará de una novela de Henry James, y que supone el comienzo de una serie de producciones inspiradas en grandes clásicos de la literatura europea y estadounidense. La obra de James es un acercamiento a las singulares relaciones entre el viejo y el nuevo continente, en apariencia distantes pero, en el fondo, muy similares en cuanto a su percepción de la realidad social. Para reflejar las homogeneidades y heterogeneidades de ambos mundos, Robbins recurre a su pasión por los clásicos, en especial las obras de cámara de Listz y Schubert, en las que un primoroso y cándido piano es acompañado por una grácil sección de cuerda. La composición fue adaptada en su versión final por Vic Flick, introduciendo variaciones de temas tradicionales americanos y que volvería a trabajar con Robbins en Quartet y Oriente y Occidente, siendo conocido en el mundo de la música de cine como el guitarrista del famoso solo del tema de Monty Norman para Agente 007 contra el Dr. No.
   Tras dos incursiones en la televisión, Ivory regresaría al universo de los clásicos con una irregular visión de la literatura de Jane Austen: Jane Austen en Manhattan (Jane Austen in Manhattan, 1980), protagonizada por la incomparable Anne Baxter, el actor británico Robert Powell y una irreconocible Sean Young. La historia de dos profesores de teatro que compiten por una misma pieza original de la escritora británica, no gozó ni del favor de los críticos ni del aplauso de la audiencia. El score de Robbins se rinde a la simplicidad del argumento, aunque, en realidad, resulta en su afinidad muy armónico.
   Quartet (1981), adaptación de la novela de la escritora Jean Rhys, vuelve a contar con un grupo de actores de primer orden, en esta caso Maggie Smith, Alan Bates e Isabelle Adjani, que interpreta a una joven corista de music hall en el París de los años 20. La partitura de Richard Robbins transita por los rincones de la ciudad de las luces a través de una serie de melodías que juguetean con el vodevil y el drama romántico personificado en la figura de un lastimero pero jocoso piano que sirve de perfecto acompañante a unos personajes a menudo perdidos en una ciudad sólo luminosa desde el exterior. El filme supuso la segunda nominación para Ivory a la Palma de Oro del Festival de Cannes tras Los europeos.
   Con Oriente y Occidente (Heat and dust, 1983) James Ivory se aventuró en la traslación de la novela homónima de su guionista de cabecera, Ruth Prawer Jhabvala. Como su propio título indica, la película es un apasionado viaje entre dos mundos opuestos, el oriente hindú y el occidente británico, tan unidos en la superficie de la historia reciente y tan separados en sus emociones culturales y sociales. Julie Christie interpreta a una mujer en busca de sus orígenes, en un recorrido emocional que la llevará a la India de los convulsos años 20. La composición musical de Robbins rinde tributo a la más pura tradición hindú, siendo el elemento folclórico el innegable protagonista de una creación que va más allá de lo meramente funcional o diegético, desarrollando con vigor el vínculo entre dos realidades antagónicas pero sutilmente combinadas desde el cromatismo de su idiosincrasia.
   Henry James regresó a la filmografía de Ivory, Merchant, Jhabvala y Robbins con Las bostonianas (The bostonians, 1984), un homenaje a las sufragistas que lucharon a finales del siglo XIX en Estados Unidos por la emancipación de la mujer. Dos nominaciones al Oscar (mejor actriz, Vanessa Redgrave, y la inevitable de mejor vestuario) y un peldaño más en la carrera por la obtención del reconocimiento definitivo del cuarteto antes mencionado. Desde el punto de vista musical, el score se beneficia de una producción más ambiciosa; la instrumentación concede especial protagonismo a la cuerda, que sirve de ejemplar acompañante al trío amoroso, aunque el singular estilo minimalista de Robbins nunca se decanta por una temática predecible y mucho menos meliflua.
   En todo artista de éxito siempre hay un antes y un después. Este momento fue para Ivory y Robbins Una habitación con vistas (A room with a view, 1985), la excelente adaptación de la no menos notable novela de E. M. Forster (Pasaje a la India). Tres Oscar (vestuario, dirección artística y guion adaptado), cinco BAFTA (película, actriz, actriz secundaria, vestuario, dirección artística), un Globo de Oro (actriz), además de una serie interminable de galardones de la crítica internacional, son la demostración de la gran repercusión del filme, un drama romántico de época al más puro estilo británico, ambientado en una luminosa y bellísima, desde el punto de vista fotográfico, Florencia. La creación de Robbins ensalza la tradición clásica italiana, cuyo colorido y viveza son potenciados además por fragmentos de las obras operísticas de Giacomo Puccini (su aria O mio babbino caro, interpretada por Kiri Te Kanawa, hizo que la banda sonora se convirtiera en un inesperado éxito de ventas). Pero el score (nominado al BAFTA) no se ciñe en exclusiva a una mera sucesión de melodías costumbristas, sino que saca provecho del apasionamiento transalpino, al que sazona con melodías de gran sensibilidad que conviven con soltura con otras de carácter más festivo, y que acaban imprimiendo al score un aire profundamente delicado.
   Con la siguiente aventura cinematográfica, Maurice (1987), Richard Robbins conseguiría el galardón más importante de toda su carrera, el de mejor score en el Festival de Venecia, y ello gracias de nuevo a una adaptación de una novela de E. M. Forster. En ella se describe la relación amorosa de dos hombres atrapados por los conflictos morales de la conservadora Inglaterra de principios de siglo. La música deambula entre dos mundos, el meramente amoroso (una vez más Robbins se decanta por una línea temática sensitiva) y el melodramático (alejado de atonalidades pero desarrollando recursos un tanto más oscuros), una técnica que servirá de modelo en la mayoría de sus bandas sonoras posteriores de tono clasicista (no en vano es su banda sonora predilecta).
   Esclavos de Nueva York (Slaves of New York, 1989) supone un paso atrás en la carrera de Ivory y Robbins. La película se centra en las anodinas y reconocibles vidas de unos jóvenes que subsisten en una ciudad que les oprime personal y económicamente hablando. El músico norteamericano se vio encorsetado por una lluvia de inevitables canciones pop y rock (de artistas como Eurythmics, Iggy Pop o Boy George), típicas del cine de la década, que además intentan sobrevivir con piezas clásicas de Korngold y Händel, en una especie de collage un tanto indigesto para un autor acostumbrado a proyectos de mayor calado.
   El retorno al cine de época llegó al año siguiente con la adaptación de las novelas de Evan S. Connell Mr. Bridge y Mrs. Bridge, reunidas bajo el título de Esperando a Mr. Bridge (Mr. & Mrs. Bridge, 1990). Protagonizada por Joanne Woodward (que se llevó un sinfín de premios por su interpretación) y Paul Newman, la película (por cierto, la favorita de Richard Robbins) retrata la vida cotidiana de un matrimonio cuyo cabeza de familia (Newman) vive anclado en el pasado más conservador. La ambientación de la historia, centrada en los años 40, sirve de perfecta excusa tanto al director como al compositor para recrearlos mediante el empleo y, en su caso, adaptación de una serie de temas swing personificados en grandes músicos como Glenn Miller, Tommy Dorsey o Lena Horne. Sin embargo, el score no se ciñe en exclusiva a una simple sucesión de arreglos jazzísticos, sino que, por sorpresa, Robbins conjunta con gran profesionalidad su estilo entre posromántico y minimalista con las mencionadas fuentes del swing clásico.
   Dos años después James Ivory retoma de nuevo el universo de E. M. Forster con Regreso a Howards End (Howards End, 1992), junto con la posterior Lo que queda del día, su mayor éxito comercial y artístico. Ganadora de tres Oscar (actriz, dirección artística y guion adaptado), además del BAFTA a la mejor película, entre otros muchos, la película describe las singulares y heterogéneas relaciones entre tres estamentos sociales (aristócratas capitalistas, burgueses y proletarios) que conviven muy a su pesar en la Inglaterra victoriana de principios de siglo. La recreación musical de Richard Robbins se caracteriza por una sutil exuberancia orquestal, muy próxima a lo operístico, en especial al subrayado argumental, algo para lo que siempre ha sido un consumado especialista. Además, piezas de salón de corte ligero pero no superficial se combinan a la perfección con otras melodías de marcado carácter apacible y sentimental, y, sobre todo, con las compuestas (no originalmente) por el pianista australiano Percy Grainger, Bridal Lullabay y Mock Morris, que sirven de prólogo y epílogo a la historia.
   Lo que queda del día (The remains of the day, 1993) reemprende la estrecha relación con la literatura, en esta ocasión la novela homónima del escritor japonés Kazuo Ishiguro (Nunca me abandones). Una vez más, la visión de mundos opuestos, un "arriba y abajo" centrado en señores y sirvientes en el marco de una señorial mansión en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Lo que queda del día es, posiblemente, la mejor obra de Richard Robbins y James Ivory, sobre todo por su sorprendente contención y su preciso acabado. En cuanto a la partitura, el músico nacido en Massachusetts recurre a la sucesión de frases cortas, con mínimas variaciones, que enfatizan en una armonía tonal que provoca en el espectador una sensación de contenida angustia. La historia de amor no es descrita mediante un leitmotiv al uso, es decir, melódicamente reconocible y fácilmente digerible; más bien todo lo contrario. Robbins se inclina por temas de tono amargo cuya aridez describe a la perfección la agonía vital de los personajes.
   La influencia de la música barroca y, sobre todo, del clasicismo del siglo XVIII es evidente en Jefferson en París (Jefferson in Paris, 1995), recreación histórica ambientada en el París posterior a la Revolución y centrada en la figura de Thomas Jefferson (futuro tercer presidente norteamericano), que en 1789 fue nombrado embajador de los Estados Unidos en la capital gala para apoyar y asesorar al gobierno revolucionario. El estilo de Bach y Mozart recorre todos los rincones de la película y, aunque en la banda sonora se incluyen piezas originales de Jaches Duphly, Marc-Antoine Charpentier y Archangelo Corelli, el score original de Robbins es una sucesión de melodías clasicistas (Andantino, Allegro, Finale ballet son tan sólo unos ejemplos) muy bien ajustadas a los temas minimalistas que retoman el patrón del ostinato como base rítmica esencial.
   Le peculiar obsesión tanto de Ivory como de Robbins en la reiteración de pautas temáticas les conduce un año después a otra recreación biográfica, Sobreviviendo a Picasso (Surviving Picasso, 1996), en la que se relatan los amores, pasiones y caprichos del genial pintor andaluz en los años 40 y 50. La música, triste y melancólica, acompaña el devenir de unos personajes inmersos en unas relaciones cuya complejidad les hace caer en la desesperación. Robbins sigue sin poder, o querer, evitar traicionar su estilo redundante, que, como en la mayoría de sus obras, se centra en ser el reflejo amargo de las angustias vitales humanas.
   La ciudad de las luces vuelve a ser el escenario de la siguiente película de James Ivory, La hija de un soldado nunca llora (A soldier's daughter never cries, 1998), pero ahora desde una perspectiva moderna: un matrimonio norteamericano se traslada junto a su hija a vivir a París, donde adoptarán a un niño abandonado por su madre. Melodrama social que gozó del favor de la crítica en el momento de su estreno y que, desde el punto de vista musical, favoreció la incursión de toda una serie de canciones rock y pop de artistas tan dispares como Deep Purple, Tito Puente, David Bowie o Jane Birkin, en detrimento de la música original, que se vio perjudicada de manera notable pese a resultar un score de gran delicadeza.
   Según confiesa Richard Robbins en una entrevista realizada al periodista Chris Terrio, "una vez que la película es editada, mi trabajo comienza. El montador y yo la visionamos juntos y discutimos acerca de dónde sería más conveniente situar la música y lo que ésta debe transmitir al espectador. A continuación visualizo la película por mi cuenta, llegando a ver algunas escenas hasta 30 veces. De esta manera desarrollo mis ideas musicales y se las presento con posterioridad al director. Después de su aprobación paso a temporizar los cortes y me dedico a pensar en los colores y texturas de las orquestaciones. Además, me siento muy involucrado con los movimientos de los diferentes personajes, y me apego cada vez más a ellos". En el caso de La copa dorada (The golden bowl, 2000), "sus personajes no reflejan tanto de sí mismos como a uno le gustaría, y a menudo se esconden sentimientos o son ambivalentes acerca de cómo se sienten. La música es quizás la forma ideal para reflejar esa complejidad, porque el mensaje de la música, si tiene un mensaje, se puede interpretar de maneras muy diversas". Tras Las bostonianas y Los europeos, Robbins e Ivory recuperan la literatura de Henry James y el mundo superficialmente materialista de la alta burguesía. El score dibuja con gran afectividad y dramatismo los contrastes que viven los personajes, sumidos en un vaivén de convulsas emociones amorosas, en la mayoría de las ocasiones desorientadas por culpa del descontrol afectivo. 
   La seductora atracción de la ciudad de París vuelve a sentirse en el siguiente proyecto cinematográfico: Le divorce (2003). Intento más o menos fallido de realizar un melodrama romántico con toques de fina comedia, el filme naufragó en la taquilla pese a un reparto de campanillas en el que sobresalen, aparte de sus dos protagonistas, Kate Hudson y Naomi Watts, la encantadora Leslie Caron y Glenn Close. Robbins tuvo que lidiar de nuevo con la pertinaz lluvia de canciones más o menos tópicas interpretadas, entre otros, por Patrick Bruel, Carla Bruni o Serge Gainsbourg. No obstante, su composición, como de costumbre evitando la creación de motivos de fácil digestión, brilla gracias a su envidiable sentido de la contención. Cortes de breve duración y una instrumentación que concede especial trascendencia a la cuerda, marcan el devenir de una banda sonora plácida y de bellas sonoridades.
   La última colaboración hasta la fecha entre James Ivory y Richard Robbins lo constituye La condesa rusa (The white countess, 2005), escrita originalmente para la gran pantalla por el autor de Lo que queda del día, Kazuo Ishiguro. Intento de recuperar el tono clásico de Casablanca de Michael Curtiz (la acción se desarrolla en un café de Shanghai, La Condesa Blanca, en el que se reúnen en 1936 refugiados políticos, militares de diversas nacionalidades y empresarios en busca de una oportunidad, en medio de lo cual se produce el encuentro amoroso de una pareja que parece emular a Rick e Ilsa), La condesa rusa dibuja desde el pentagrama unas líneas melódicas que beben de las raíces tradicionales chinas en perfecta convergencia con el occidentalismo orquestal de un Richard Robbins inmerso en su tenaz persistencia de centrarse musicalmente en las vicisitudes humanas.